El día que te compré en ese ripley lleno de gente corriendo y peléandose cosas en liquidación, te vi de lejos y dije: la quiero. Eres la última mochila que quedaba en ese modelo, y no lo dudé. Pagué tu conveniente precio y salí lo más rápido de ese local apestado de gente y calor. Ahora que lo recuerdo, era un niñito que venía saliendo de octavo básico y que no entendía el ritmo de vida que llevaban las personas a su alrededor, el que criticaba una rutina a la cual nunca podrá escapar del todo. Tu en mi espalda simbolizaste exactamente eso. El peso que llevé durante todos esos años. Que casi siempre fue más del que debía haber sido, y por esa maldita manía que tengo de sentirme culpable y obligado a asumir cosas que quizás no correspondan, tuve que echarle más cosas. Aún así siempre te llevé para dondequiera que fuera, todo aquel que me conociera podría reconocer esa característica en mi. Eras como una prenda de vestir, que tenía hasta personalidad y que se colaba en las fotos. Puedes jactarte de haber sido paseada por cuatro países, de ser la contenedora de mucha poesía, de días llenos de risa, de música que nunca paraba de sonar y de sueños que siguen tan vigentes como siempre. De ser la espectadora de los muchos momentos importantes de mi vida. Por eso me dio pena cuando tuve que dejarte en Santiago, porque sé que contigo se va una parte de mi, un Sebastian Millar que no quiere cambiar demasiado, pero espera superarse y dejar esos defectos que lo atormentan.
Tienes que estar tranquila, porque ningún bolso ni mochila va a reemplazarte, porque te restauraré más adelante y te haré parte de muchos viajes futuros. Y si, es cuático, pero me encanta. Porque siempre siempre serás mi mochila favorita, y seguirás significando mucho. Y aunque mi mamá diga que te bote o me compre una nueva, nunca se saldrá con la suya. Porque soy un hombre muy terco y tú una mochila muy buena.
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